El caballero de Las Tunas

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Por Juan Morales Aguero

Cuando nuestra ciudad se despereza entre la neblina del amanecer, Alberto Álvarez Jaramillo — El Comandante — salía a la calle a reencontrarse con lo cotidiano. Gastaba pantalón y camisa verdeolivos, charreteras de oficial y boina carmesí. Andaba sin destino fijo, inmerso en sus propias cavilaciones, igual dirigiéndose a un auditorio imaginario que adoptando sofisticada pose de tribuno. El Comandante era un remedo de Quijote provinciano, de Caballero de París fantasioso y tranquilo. Un personaje de la ciudad de Las Tunas.

Su edad no era fácil de establecer, pues desde hacía muchos años parecía como detenido en el tiempo. Se le podían suponer tal vez unos 50 y tantos almanaques, aunque es muy posible que rebasara ya los 60. Tampoco se podía calcular la cantidad y la naturaleza de los objetos que trae en los bolsillos, y que van desde "documentos secretos" hasta pedazos de madera y mochos de lápices recogidos en plena vía pública.

Presumía de su "alta jerarquía" castrense y no admitía ambigüedades con sus galones. Si no se le quería ver airado, que nadie lo tratara de capitán o de teniente: ¡Co-man-dan-te! Y cuando escuchaban su silbato herir el silencio del mediodía, presten atención, porque sería casi seguro el preludio de una de sus parrafadas llenas de fantasiosa sabiduría.

Un familiar de El Comandante me contó una vez que nuestro hombre fue en sus buenos tiempos un joven dispuesto, emprendedor y amigo de hacer el bien. Pero un medicamento mal administrado le perturbó en cuestión de pocos meses las entendederas y desde entonces recorría las calles de Las Tunas vestido de militar, reminiscencia tal vez de su breve paso por la vida de uniforme.

Sin embargo, y a pesar de su discapacidad mental, El Comandante era muy capaz de mantener con cualquiera una conversación coherente y fluida. Lo vi en el parque Vicente García disertar sobre temas de actualidad, ante el asombro de sus interlocutores. Y si de dignidad se trata, él la tenía por arrobas. Nunca pedía limosnas ni pernoctaba fuera de casa. Tampoco aceptaba chucherías ni refrigerios en su itinerario citadino.

Y otra cosa: la ciudadanía lo respetaba y lo aceptaba como a uno más. Aunque si alguien pretendiera tomarle el pelo, él le subiría la parada, de eso no quepan dudas. Podía montar en cólera ante las burlas de los guasones que nunca faltan, y ¡ay si alguno de ellos se le acercaba! Más de uno tuvo que sufrir en su propia anatomía el precio de la ofensa.

Alberto Álvarez Jaramillo, El Comandante, tal vez no supo que él es un símbolo legítimo de las calles tuneras. Un símbolo que improvisaba pies forzados, admiraba a Fidel, detestaba a los delincuentes, vestía de limpio, saludaba a la bandera y amaba a su tierra. ¿Se le puede pedir mayor cordura a un hombre?